lunes, 25 de agosto de 2008

MÁRTIRES CARLISTAS DEL REINO DE VALENCIA, 1936-1939

Como reseña y comentario de esta magnífica obra recogemos las palabras que pronunció su autor, D. Luis Pérez Domingo, durante la presentación del libro en Valencia, el 21 de mayo de 2004.

"Hace muchos años, al salir a la calle tras una reunión con un grupo de jóvenes carlistas en una localidad próxima a Valencia, uno de los asistentes me dijo: «Ese es uno de los que mataron a mi padre». Se refería a un hombre de unos cuarenta y tantos años que, a escasos metros de nosotros, atravesaba la calzada. La inesperada noticia me afectó profundamente. Pero mucho más me impresionó el sosiego, la paz que transmitía su voz, su límpida, serena y franca mirada, sin el menor vestigio de odio ni la más insignificante sombra de rencor. Era, sin duda, la actitud de quien vivía el mandato evangélico perdonando a los verdugos de su padre, en la estela de los mártires que rindieron su vida perdonando a sus victimarios.

Pues bien, con ese mismo espíritu de concordia he querido escribir este libro. No hay en él afán reivindicativo alguno ni vislumbre de resentimiento, porque nada más lejos de ni ánimo que alimentar la hoguera de las discordias que envenenan buena parte de la bibliografía más reciente dedicada a los trágicos sucesos que enlutaron las retaguardias durante la guerra civil.

No es, sin embargo, un libro neutral. No puede serlo, porque no es la obra aséptica de un historiador —que no soy— contemplando a distancia los acontecimientos, sino la de un carlista —que sí soy— empeñado en rescatar del olvido a sus hermanos de ideal, mártires en la triple significación que configura el ideario al que sirvieron, para el que vivieron y por el que murieron. Y doblemente mártires: por la causa de su muerte y por el silencio al que los hemos relegado durante demasiado tiempo. Es, pues, un libro que les debíamos. No es el que merecen, pero es una primera aproximación, un primer paso, que espero y confío aliente a robustecer su memoria, desde ahora, con las aportaciones de plumas mejor pertrechadas.

Casi un millar de carlistas fueron víctimas de la persecución, lo que supone, aproximadamente, la quinta parte de los inmolados en la región valenciana. Eran nuestros mártires gentes sencillas. No formaban parte de la elite de los poderosos, y su perfil sociológico se ceñía a los límites generales que presenta el conjunto de los asesinados en esos años nefastos. Es inquietante que, después de varios lustros, para un cierto sector de la historiografía continúen vigentes los clichés acuñados cuando se pretendía justificar la terrible persecución. Presentar la guerra civil como el enfrentamiento entre un pueblo inerme, monolítico, de un lado, y los poderosos y explotadores de otro, es una ridícula ficción que no se tiene en pie. Considerar la persecución como la airada reacción espontánea de un pueblo explotado contra sus explotadores, es simplemente una superchería. La mejor respuesta la hallamos en la amplia relación de profesiones de los carlistas asesinados. Un centenar largo que cubre casi todas las posibilidades: abogados, albañiles, comerciantes, dependientes, maestros, carpinteros, labradores, estudiantes, pintores, jornaleros, tranviarios, empleados, carteros, tapiceros, cerrajeros, aperadores, camareros... Y sacerdotes y religiosos, por supuesto. ¡Faltaría más! En definitiva, pueblo y nada más que pueblo. Bueno, algo más: pueblo católico. Porque la religión de las víctimas fue lo sustantivo, siendo accesorio todo lo demás.

Desde las páginas de la historia, nuestros mártires —y no sólo ellos— nos ofrecen la impagable lección de su conducta afianzada en la coherencia y en su impecable sentido de la responsabilidad. En tiempos de tribulación se mostraron
perseverantes y firmes, no rehuyeron el deber y aceptaron sin vacilación su compromiso de ciudadanos católicos en el campo de la política. Unos, con el bagaje propio o familiar de su veteranía, otros con la consciente asunción de un legado cente-nario y con la ilusión de sumar su esfuerzo al de aquéllos, que los acogieron fervoro-samente. De ahí la perplejidad que suscita el hecho de que, cuando desde dife-rentes instancias de la Iglesia se urje a los católicos a intervenir en política, se silencie con extraño pudor que muchas de las víctimas de aquel luctuoso periodo de nuestra historia militaron en diversas formaciones políticas. ¿Por qué? ¿Para evitar enojos y reacciones tendenciosas? No nos libramos de ellas. Una persona, cuyo nombre no mencionaré, que se supone inteligente y culta, y que por tal se tiene, después de censurar acremente a la Iglesia la acusa de estar «beatificando de una manera industrial a las víctimas de un solo bando». Nada menos. No sé si caben mayores desatinos conceptuales y formales en menos palabras.

Hace unos días, el cardenal Rodríguez Madariaga, arzobispo de Tegucigalpa, declaraba que «Es tarea de toda la Iglesia, no sólo de la jerarquía, sino también del laicado consciente, romper el tabú de que meterse en la vida política es algo parecido a meterse en algo sucio. (...) los proyectos concretos y los partidos [ya] no son tarea de la jerarquía, sino del laicado.»

Me pregunto si no estaremos perdiendo una oportunidad de oro para mostrar al mundo católico que la política no es, necesariamente, «algo sucio», y que una legión nada desdeñable de hombres y mujeres alcanzaron la santidad sin que su implicación política fuera obstáculo para ello.

Una obra de estas características ha de contar forzosamente con ayudas importantes. Esta las ha tenido. No tan abundantes como hubiera deseado, pero sí esenciales. La última en el tiempo, aunque decisiva, la de la Fundación Hernando de Larramendi, que ha permitido hacer realidad el sueño de los carlistas valencianos. Su presidente ha querido estar hoy con nosotros y le agradezco muy sinceramente su presencia y cuanto ha hecho para que el libro se editara, y, además, en muy breve espacio de tiempo. Agradecimiento que hago extensivo, claro está, a los miembros de la Fundación que con él se han desplazado hasta Valencia.

Antes recibí colaboraciones inolvidables. A todos agradezco su cooperación y les pido disculpas por no citarlos uno a uno como hubiera hecho en otras circunstancias. Porque hoy quiero singularizar mi agradecimiento en un amigo de todos, amigo excepcional, entrañable, infatigable y ejemplar carlista, volcado desde el primer instante en favor de este libro, al que consagró muchas horas. Primero, alentándome a escribirlo y aportando cuanta documentación obraba en su poder; luego, transmitiéndome ánimos cuando me sentía flaquear ante las dificultades que parecían invencibles —algunas lo han sido, en efecto—; más tarde, intentando encontrar la fórmula que posibilitara su publicación. Dios lo llamó a su presencia hace unos meses. Aun a riesgo de incurrir en un despropósito teológico, me atrevo a afirmar que ahora mismo Alfonso Carlos Fal-Conde Macías es mucho más feliz al contemplar la realidad de un libro que tanto anhelaba tener en sus manos. Gracias, querido Alfonso Carlos. Muchas gracias.

A todos los presentes, que han tenido la gentileza de sumarse a este modesto homenaje a los mártires carlistas, y a quienes con tanto cariño lo han dispuesto y organizado, gracias. Gracias de corazón."


Luis Pérez Domingo

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