PROYECTO DE MANIFIESTO DE S.M. LA REINA
DOÑA MARIA DE LAS NIEVES DE BRAGANZA
CÉSAR ALCALÁ
En el archivo Manuel Fal Conde de Sevilla se conserva un documento, inédito hasta el momento presente, titulado: Proyecto de manifiesto de S. M. la Reina Doña María de las Nieves, lleva por título: A mis queridos tradicionalistas y a todos los españoles[1]. El Manifiesto no esta datado aunque, por su contenido, puede asegurarse que lo escribió a comienzos del año 1939. Su extensión es de 18 folios escritos a máquina. Debió redactarse en Viena, pues residía allí durante el invierno, trasladándose a Ebenzweier en verano.
¿Existe semejanza con alguno otro Manifiesto publicado con anterioridad? El carácter, el tono y su contenido nos recuerda el que escribiera la Princesa de Beira. Así el documento nos ofrece un perfil de doña María de las Nieves de Braganza que, salvando la distancia histórica, deseó convertirse en la Princesa de Beira del siglo XX.Y méritos nunca le faltaron para ostentar dicho reconocimiento. Si la Princesa de Beira fue la gran protectora e impulsora de la figura de don Carlos VII, doña María de las Nieves de Braganza deseaba que se reconociera a su sobrino, don Francisco Javier de Borbón-Parma, como el más adecuado sucesor de su marido, don Alfonso Carlos I.
Como se ha comentado, la tónica del documento y las alusiones que en él hace, nos recuerda al publicado por doña María Teresa de Braganza, Princesa de Beira, el 25 de septiembre de 1864, con el título: Mi carta a los españoles. La Princesa de Beira fue una mujer de carácter entero y decidido, prestándole grandes servicios al Carlismo. Es la figura femenina de mayor vinculación a la política española. Doña María de las Nieves de Braganza, mujer ejemplar, también quiso vincularse –como ya demostró durante la tercera guerra carlista- en la política española que surgiría después de la guerra civil. Aunque las circunstancias históricas sean diferentes, ambas dan a conocer el ideario político que han de seguir los carlistas y todos los españoles.
¿Cómo está estructurado? La distribución del Manifiesto está basado en el formulado por la Princesa de Beira. Su pensamiento sobre el liberalismo; la base ideológica del Carlismo, encarnada en el trilema de Dios-Patria-Rey; y, por encima de todo, quién rige el Carlismo ante la ausencia, por fallecimiento, del Rey. Si la Princesa de Beira es dura con la conducta hacia don Juan de Borbón y Braganza, no lo es menos doña María de las Nieves de Braganza con relación a la dinastía liberal. El liberalismo y la mala política llevada a cabo por esa dinastía son la causa, según ella, del estado en el que se encontraba España antes de la guerra civil –como ya nos lo refiere en el Memorial-, de la incursión del marxismo, de la falta de Unidad Católica y de haberse tenido que iniciar una guerra para librar a España de todos esos males. Por todo esto, nunca nadie de esa dinastía debía reclamar unos derechos que no les pertenecían y declaraba contra aquellos que pensaran en esta solución como la más viable: Miserable aspiración será de aquellos que traten de hacer suceder en el Poder a toda costa, recuperado de las garras del marxismo por el Ejército y por la Nación misma, a cualquiera de aquellos que sobre haberlo ejercido sin derecho, lo arrastraron a una baja política de partidos y lo abandonaron en la hora crítica. La alusión está intrínsecamente relacionada al comportamiento de don Alfonso XIII en 1931 y a las pretensiones que éste tenía sobre su hijo don Juan de Borbón y Battemberg, como quedó demostrado en el pacto familiar de Territet, durante la época de don Jaime III, y en las conversaciones mantenidas con don Alfonso Carlos I.
En el Manifiesto habla sobre el general Francisco Franco en un tono muy cordial, por la gran labor que estaba realizando para que España recuperara su identidad, perdida como consecuencia de la política liberal ejercida durante más de un siglo. Al morir don Alfonso Carlos I, el general Franco y la Junta de Guerra de Burgos le enviaron un telegrama de pésame: “Al General Franco agradecimientos, quedé muy conmovida haya pensado en mí, y así el pésame de toda la Junta de Guerra de Burgos[2]”. A pesar de la deferencia hacia ella, las intenciones de Franco eran otras. Sin un conocimiento profundo con respecto a la trama política que estaba trazando Franco, doña María de las Nieves de Braganza insta a éste para que, una vez finalizada la guerra, tenga en cuenta la legitimidad del Carlismo, como única solución política de la nueva España, tomando como referencia la Regencia de don Javier de Borbón-Parma y, una vez creadas las instituciones y las condiciones necesarias, instaurase la Monarquía Legítima.
Como la Princesa de Beira, doña María de las Nieves de Braganza manifiesta que la persona capacitada para llevar hacia adelante la restauración de la Monarquía Legítima es don Francisco Javier de Borbón-Parma. Ese fue el mandato de don Alfonso Carlos I y sus reconocidas cualidades, tenían que inspirar confianza a los españoles pues, sólo él, podría llevar a buen puerto el mandato recibido al aceptar la Regencia. Ahora bien, el camino que tomó el Carlismo, con posterioridad al Manifiesto –acercamiento a don Juan de Borbón y Battemberg, y el colaboracionismo con el franquismo- se apartaron intrínsecamente de la ideología planteada por dona María de las Nieves de Braganza, que no era, sino, fiel reflejo del pensamiento de su esposo.
El Manifiesto de doña María de las Nieves de Braganza nos aporta una nueva referencia, poco investigada hasta el momento presente, sobre su propósito de vincularse más directamente en la política española, apoyando la Regencia y la figura de don Francisco Javier de Borbón-Parma; su posicionamiento contrario a cualquier pretensión de la dinastía liberal; y un ideario político ligado al trilema de Dios-Patria-Rey, como único camino a seguir por los carlistas y por todos los españoles. Los motivos por los cuales no se publicó debemos argumentarlos en las condiciones políticas acaecidas dentro de la Comunión Tradicionalista al término de la guerra y por la política que mantuvo Franco con respecto al Carlismo. No obstante, el valor del Manifiesto reside en que, a través de él, doña María de las Nieves de Braganza quiso dar a conocer no sólo la legítima tradición por la que se luchó en tres guerras civiles, sino el pensamiento que siempre había guiado a su esposo. Un pensamiento apartado sistemáticamente por algunos y seguido fielmente por otros.
A MIS QUERIDOS TRADICIONALISTAS Y A TODOS LOS ESPAÑOLES
Dios Nuestro Señor en sus impenetrables designios, llevóse de éste mundo a nuestro Rey inolvidable, mi esposo amadísimo Alfonso Carlos, cuando comenzaba ya esta Cruzada heroica, cuando todo hacía prever el triunfo de la Santa Causa de la restauración de España a la que tantos afanes había Él consagrado, combatiendo, al frente del Ejército leal en los campos de Cataluña y del Centro, al liberalismo destructor y las instituciones ilegítimas que le encarnaban.
Con todo entusiasmo había Él tomado parte importantísima, ahora, en la preparación del Alzamiento Nacional ordenando a todos los leales que empuñasen las armas y tomando las oportunas disposiciones, secundadas por mi querido sobrino el Príncipe Don Javier de Borbón-Parma, por el Jefe Delegado de la Comunión Carlista, y por cuantos a ella pertenecen sin diferencias en condiciones no de edades. A todos felicitó nuestro Rey en memorable autógrafo, en el que a la Comunión Tradicionalista Carlista y a los heroicos Requetés, expresaba su agradecimiento y su admiración.
Dios no ha querido que presenciase en vida la victoria. Seguramente la celebrará en el Cielo.
Pero su muerte no me alejó de vosotros, pues ni un solo momento se aparta de mí memoria vuestro recuerdo, ni de mi corazón el afecto que siempre os profesé, aumentado ahora, si fuera posible, por la admiración de vuestras proezas y por el heroísmo con que, de modo tan principal y decisivo habéis luchado y seguís luchando en esta guerra, verdadera Cruzada por la restauración cristiana y tradicional de nuestra amadísima España.
Por eso mis primeras palabras al dirigirme hoy a vosotros, han de ser de felicitación entusiasta a los heroicos Requetés y a los valientes soldados que, a las órdenes del Generalísimo, luchan en esta guerra santa con heroísmo nunca superado.
Gloria, pues, a las brillantísimas Divisiones Navarras, que desde los primeros momentos tan eficazmente están contribuyendo al glorioso Alzamiento en que no se defiende una causa particular y exclusiva, sino una causa verdaderamente nacional, y por esto en ella, al lado de los Navarros, siempre leales y valientes, merecedores de la más alta recompensa, que con toda justicia les ha sido concedida, militan soldados y Requetés de todas las regiones y provincias españolas.
Gloria, también, a esos Requetés y soldados que tan alto han puesto el nombre de Andalucía, Álava, Guipúzcoa, Vizcaya, Castilla, Cataluña, Asturias, Galicia, Extremadura y Valencia.
Y del mismo modo mí recuerdo afectuosísimo, para los que habiendo quedado bajo el poder de la tiranía roja, han cumplido como buenos, acudiendo al llamamiento que se les hizo y permaneciendo fieles y leales, a despecho de persecuciones, sacrificios, cárceles y malos tratamientos, en los que no pocos sucumbieron como verdaderos mártires de la Religión y de la Patria.
Para estos con nuestro recuerdo una oración y una oración también con el recuerdo más afectuoso para los que heroicamente sucumbieron en los campos de batalla.
Gratitud imperecedera debemos a todos estos mártires y héroes que han hecho generosamente el holocausto de su vida a Dios y a la Causa Santa de España.
Pero sobre todo debemos invocar y dar gracias al Corazón Sagradísimo de Jesús que tan visiblemente protege a nuestras huestes, y a la Virgen Santísima que en el bendito Pilar de Zaragoza tomó posesión de España, y en el misterio de su Concepción Inmaculada en su Patrona, cuya intercesión poderosísima se ha manifestado tan patente en resta guerra, con hechos verdaderamente extraordinarios y prodigiosos.
No cesamos jamás en nuestras oraciones para que derrame el Señor Sus Bendiciones y sostenga y aliente con su gracia al Generalísimo y a todo el Ejército, y haga que la victoria no se malogre y os lleve a la realización de los santos y patrióticos ideales que inspiraron esta Cruzada.
Este momento tan deseado es también de una excepcional trascendencia para nuestra Patria. En él comienza la obra ingente de la paz, es decir, de la verdadera reconstrucción y restauración de España, que ha de hacerse inspirándonos en nuestra tradición y en nuestra historia gloriosísima que nos dicen cómo y cuándo se logró la verdadera grandeza de nuestra España y cuál es el único camino para recobrarla.
Gracias a la Comunión Tradicionalista Carlista, se han conservado en España estas salvadoras ideas que hoy merecen el general reconocimiento de su verdad y eficacia. Y si son la verdad, si constituyen el contraste de todas las causas de perdición de la Patria y los españoles que las profesan las han acreditado en guerras y hechos incesantes contra todos los enemigos de España, ¿qué razón podría haber para que ahora dejen de profesarles y amarlas?
Ahora, precisamente ahora, en que se va a emprender la obra ingente de la reconstrucción de las instituciones del Estado, es cuando más necesarias son esas ideas salvadoras y que no se equivoque el camino malogrando la sangre de tantos mártires y de tantos héroes que nos pedirían estrecha cuenta.
Yo que tan íntimamente he recogido las inspiraciones constantes de nuestro Rey, creo que debo, en estos momentos, hacer una amplia recordación del ideario tradicionalista previniendo peligros especiales que en el corazón del Rey estaban punzando sus últimos desvelos y preocupaciones, que llenan las planas de su epistolario y alguno de los cuales, como el problema sucesorio, fue materia de su vigilante atención, hasta sus cartas que bien podemos llamar póstumas y testamentarias, escritas a nuestro muy querido sobrino el Príncipe Regente y al Jefe Delegado en España, el lealísimo Fal Conde, en julio de 1936, para que fueran entregadas después de su muerte.
Mí silencio acreditaría negligencia y parecería desamor que no cabe en quien consagró toda su larga vida, junto con la del Rey, al servicio de la Causa auténtica de España en una guerra y en un constante destierro.
A todos los españoles y especialmente a mis queridos carlistas debo éste testimonio de las constantes preocupaciones del Rey, preocupaciones en cuya primera atención, en grado de vocación sublime y como sacerdocio de toda su vida, estaban la salvación y el bien de España.
A todos los españoles me dirijo, como en otro tiempo se dirigiera, en críticas circunstancias la por tantos títulos ilustre Princesa de Beira, Doña María Teresa de Braganza, para recordar los principios de nuestro credo y dar testimonio de las inspiraciones de su difunto esposo el Rey Don Carlos V, a todos los españoles, porque, como muy bien decía el gran Rey Carlos VII, él y como Él los Reyes legítimos, no han de ser Reyes de un partido, sino de todos los españoles, amándolos a todos por igual, sin distinción alguna. Y además, porque la garantía única el bien social y la felicidad de los españoles y la gloria de la Patria, que han deseado conquistar en la gesta que ya acaba, el premio a tantos sacrificios y la seguridad del venturoso porvenir de España. Y, en particular, me dirijo a los carlistas porque ellos fueron nuestros leales, los poseedores de estas verdades que en nobilísima disciplina y obediencia a la Legitimidad proscrita han guardado este sagrado depósito, que hoy sirve de base a la reconstrucción nacional; los que acudieron a la guerra voluntaria y generosamente bajo la obediencia y lealtad acrisolada al Ejército, por orden del Rey y como inculcaron los Jefes de la Comunión, haciéndola extensiva, con todo respeto, al Generalísimo, que después de la muerte de mi querido esposo fuera nombrado.
Todos nuestros grandes leales, y todas las normas que han de seguirse para la verdadera restauración de España, están contenidas en el hermoso lema: DIOS, PATRIA, REY.
Como decía en el memorable documento aludido la Princesa de Beira, esta divisa la heredamos de nuestros mayores como rico patrimonio, como ley fundamental de nuestra España católica, como grito de guerra contra nuestros enemigos.
Esa es, pues, nuestra bandera en la que campean el Santo nombre de Dios, significando que, ante todo y sobre todo, proclamamos el reinado de Jesucristo y la autoridad de su Iglesia; el nombre bendito de la Patria con su gloriosa historia y sus tradiciones seculares, y el nombre del Rey con que se expresa la autoridad legítima y soberana encargada de regir a la Patria, labrando, en cuanto es posible en la tierra, la felicidad temporal de todos los españoles.
La primera palabra de nuestro lema es DIOS.
Es decir que la ley de Dios, la autoridad de la Iglesia Santa y el acatamiento a todas sus divinas enseñanzas, es la primera y fundamental de nuestras leyes. Por lo cual, no basta decir que el sentido católico se incorpora al Estado, locución impropia y agravada con el concepto de que ese mismo Estado ha de estar atento para impedir las demasías e invasiones de la Iglesia. No y mil veces no.
La Religión Católica es la piedra angular, la base indestructible y el más firme fundamento de la nación española, es fin y no medio; por eso, como también decía la Princesa de Beira: “La unidad de nuestra fe católica es la más fundamental de nuestras leyes, la base solidísima de nuestra Monarquía española, como de toda civilización”.
Proclamemos, pues, como primera aspiración y como ley fundamental de la restauración de España, la Unidad Católica, que no es la imposición por la fuerza de nuestra fe a quienes no la profesen, sino la prohibición de atacarla y de propagar errores contrarios a ella que hacen sus víctimas en indefensos e incautos ciudadanos; es el reinado social de Jesucristo, esto es, que las leyes y costumbres, autoridades y súbditos, instituciones públicas y privadas y, en una palabra, las manifestaciones todas de la vida nacional, estén inspiradas por la ley de Dios, y a ella en todo se sujeten.
Esto es lo que significa la incorporación al escudo y a la Bandera de España del Corazón Sagradísimo de Jesús, que D. Alfonso Carlos había prometido solemnemente.
Esta Unidad Católica que día a nuestra Patria su grandeza y que en medio de los azarosos acontecimientos que han conmovido al mundo conservó unidos a los españoles, preservándoles de las guerras de religión, en otros pueblos tan funestas, fue en mal hora abolida, con la protesta enérgica de San Pío IX y contra la voluntad explícita de la inmensa mayoría de los españoles, por el maldito liberalismo, contra el cual todos claman ahora, ante los tremendos estragos que ha producido, pero cuya esencia no todos conocen y por ello debemos estar nosotros vigilantes y apercibidos.
Porque liberalismo no son, de suyo las formas de gobierno, aunque en la práctica se haya identificado con algunas, especialmente las democráticas y republicanas; ni es tampoco liberalismo la mayor o menor participación del pueblo en el gobierno de las naciones; ni lo constituye el espíritu de tolerancia y generosidad que, en su debida aceptación, como decía un gran escritor católico, son virtudes cristianas.
La esencia, la raíz del liberalismo está, en no reconocer y en no sujetarse a la ley de Dios, a la autoridad de la Iglesia Santa y a sí divino e infalible magisterio.
Por eso el liberalismo es compatible con todas las formas de gobierno y puede existir de hecho en las repúblicas y en las monarquías, en las democracias y en lo que ahora llaman Estados totalitarios; en las regiones socialistas y comunistas; y en los que se inspiran en la más desenfrenada anarquía.
Cuando sobre la propia soberanía no se acepte la de Dios y no se reconozca haberla recibido de Él; cuando los gobiernos no se sujeten en su ejercito al criterio inviolable de la ley cristiana; cuando den por indiscutible todo lo definido por la Iglesia y no reconozcan como base del derecho público la supremacía moral de esta y su derecho absoluto en las materias de su competencia y en las mixtas y aun en las meramente políticas y temporales, si en ellas se mezcla algún interés moral y religioso, sin que sea el Estado sino la propia Iglesia la que señale el límite de su autoridad y de su competencia; cuando todo esto no se reconozca y se acate y se practique, los gobiernos que así procedan por muy templados y antidemócratas que aparezcan, son verdadera y esencialmente liberales, y a la corta o a la larga han de causar daños gravísimos, de lo cual es ejemplo triste y elocuente nuestra amadísima España.
Porque, ¿quién duda ya a la vista de la espantosa catástrofe que presenciamos, que a ella nos ha conducido un siglo de régimen liberal, republicano unas veces, monárquico y moderado otras, pero inspirado en las perversas doctrinas de la Revolución?
Por eso nosotros que representamos la verdadera contra-Revolución hemos de comenzar por asentar contra todos los principios de la revolución liberal, la base necesaria e indispensable para la restauración de España, su Unidad Católica, que no es cosa ya pasada e imposible en nuestros tiempos como algunos piensan, sino de palpitante actualidad y posible y aun necesaria; porque indestructible es en los españoles la fe cristiana.
¿Pues qué? ¿No convienen todos en que esta guerra es una verdadera Cruzada? ¿No fue por Dios y por España, por lo que tantos y tantos jóvenes y viejos empuñaron sus armas? ¿No fue el grito de “¡Viva Cristo Rey!", el que lanzaban al entrar en batalla y el último que salía de los pechos de los que por Dios y por España morían?
No, no es cosa pasada y muerta la Unidad Católica en España; es ley tan viva hoy como en los tiempos de nuestros antepasados, por eso repito, la primera palabra de nuestro bendito lema es “DIOS”, cuya realeza, cuya autoridad y cuya soberanía con ella proclamamos.
Después del amor de Dios, el primero y el más grande es el de la Patria, el de nuestra España inmortal, que de esta cruzada ha de resurgir llena de poder y majestad, ataviada con todas las premisas que la hicieron grande, fuerte y poderosa en aquellos tiempos en que de hecho y de derecho se ejercía el Imperio en casi todo el mundo conocido.
Pero España no está formada por la fuerza y por la violencia; ni es un mero agregado de individuos sujetos al poder de un Estado que todo lo domina y avasalla. España está formada por familias, municipios y corporaciones y por antiguos reinos, principados y señoríos enlazados por el vinculo más poderoso, la Religión Católica, y constituyendo la unidad nacional que labró la historia, guiada por la Providencia, unidad tanto más fuerte e indestructible cuanto en ella encuentran el amor, elemento de vida que fortalece la unión, y la justicia que es el reconocimiento de los verdaderos derechos y de las legítimas libertades.
Y no es esto alentar el maldito separatismo, nunca bastante execrado y que por todos los medios debe reprimirse, castigarse y desterrarse de nuestra Patria. Nadie a combatido con tanto ardimiento el separatismo como la Comunión tradicionalista, que cuenta con tantos mártires de la unidad y de la grandeza de España, que defienden y querían como quiere la Comunión Tradicionalista y según pide toda la gloriosa tradición de España, que esta, en cuanto Estado, se constituya, como piden de consumo la razón, inspirada en la ley natural y divina, y nuestra historia.
Porque no es el Estado el que crea la región, ni el municipio, ni la familia, ni siquiera las corporaciones. Todos estos organismos son, en el orden racional y en el histórico, anteriores al Estado.
Ley natural y divina es la sociabilidad, que da movimiento a la familia y hace que estas formen los municipios, los cuales, a su vez, constituyen regiones, y no teniendo estas la integridad de medios necesarios para el perfeccionamiento público y temporal, se unen en otra sociedad que tiene como fin esa felicidad temporal y pública; y como esta sociedad es definitiva, en el orden temporal, y causa estado, se llama el “Estado”.
La razón de ser, pues, de las sociedades superiores es completar y auxiliar a las inferiores que las han precedido en el orden natural y aun en el histórico, y toda constitución social que no se acomode a este criterio, es injusta y va contra la ley natural y además contra la historia.
Porque esta, nos enseña, cual es la constitución social de nuestra Patria, la que la hizo verdaderamente grande, con grandeza jamás igualada por ningún otro pueblo de la tierra; verdaderamente una, con unidad que no era uniformidad, y que a decir del gran polígrafo Menéndez Pelayo, tenía su raíz en el cristianismo; verdaderamente libre de toda tiranía, de todo despotismo y de toda imposición o influencia exótica y extranjera.
Hubo un tiempo en que España no estaba constituida como lo está actualmente, ni siquiera este nombre bendito designaba a todo el conjunto de pueblos que hoy la forman, sembrado y arraigado en nuestro suelo el Cristianismo, el más eficaz principio de nuestra unidad; rota y quebrantada por el invasor la que entonces existía, fueron formándose en el fundente de la reconquista del patrio suelo aquella serie de organismos que se llamaban los Principados de Asturias y Cataluña, los reinos de Castilla, de León, de Navarra, el Señorío de Vizcaya, las Provincias de Álava y Guipúzcoa, que si nacieron independientes en la acción fraccionaria y autónoma de la reconquista, bien pronto se estrecharon y unieron, no por mero capricho humano, sino conducidas por la mano de la Divina Providencia, que juntó a Asturias con León y con Castilla, a Cataluña con Aragón, a este reino así constituido con Navarra y el de Castilla, del que ya formaban parte Vizcaya y Álava y Guipúzcoa, y surgió así España, nuestra España, la Patria inmortal, la más grande que ha visto la Historia.
Pero dentro de ella, sin atentar a su unidad, antes al contrario, haciéndola cada vez más fuerte y más poderosa, dentro del gran Estado Español, subsistían aquellos organismos en los que las distintas ciudades, villas, comarcas, señoríos, reinos y principados tenían una vida autárquica, con sus respectivos fueros, franquicias, leyes y libertades, con sus lenguas propias, todas ellas lenguas españolas, porque los pueblos españoles las hablaban y las hablan.
Y sí por los frutos se conoce al árbol, aquella constitución genuinamente española, no impuesta por el capricho humano, sino elaborada por la historia en el transcurso de los siglos, no sólo no atentó a la unidad de la Patria, sino que dio a ésta, días de esplendor y grandeza, jamás igualados por nación alguna de la tierra. Y todos sus hijos, sin excepción, rivalizando, vascos, castellanos, navarros, aragoneses, andaluces, extremeños, asturianos, catalanes, valencianos y gallegos, trabajaron con todo ardimiento y contribuyeron, con eficacia, a aquellos descubrimientos territoriales, a las portentosas hazañas guerreras, y al renacimiento científico y literario, que dieron nuevos continentes a la humanidad, millones de hijos a la Iglesia, monumentos imperecederos as las ciencias y a la literatura, y colocaron a la patria española, dominadora de medio mundo, a la cabeza de todos los pueblos de la tierra.
Y en ella existían también pujantes y vigorosos los gremios y las corporaciones, que tampoco son artificio del gobernante, sino instituciones naturales y legítimas que los poderes públicos, deben respetar y, en cuanto esta de su parte, auxiliar y fomentar, sin intromisiones arbitrarias y sin imposiciones abusivas, que, cualquiera que sea el ropaje con que se la vista, constituyen verdaderos abusos de poder y extralimitación de las funciones que la ley natural asigna al Estado.
Pero pasó por nuestra Patria lo que con razón llamó el Santo Pío X “el soplo de la revolución”: el Liberalismo, que unas veces en la forma del absorbente y despótico cesarismo y otras bajo el señuelo de la soberanía nacional, pero, partiendo siempre e una falsa y funesta libertad (la que arroga al hombre contra la ley divina) acabó con todas las verdades y santas libertades, destruyó la constitución secular y tradicional de España, arrojando injustamente a las regiones bajo el yugo de un centralismo despótico, a la moda francesa; y deshizo las corporaciones y los gremios, dejando al obrero a merced de inicuas competencias, y haciéndole después, con el halago de sus pasiones y con mentidas promesas de felicidad, instrumento de las más horrendas maquinaciones subversivas de todo orden social.
Contra esa política liberal, funestísima, centralizadora, demoledora de todo lo tradicionalmente español y causante de toda la desolación que presenciamos, lucharon con ardimiento los carlistas en tres guerras heroicas, como noblemente reconoce en alocución memorable el Generalísimo; y yo he sido testigo, al lado de mi esposo, después nuestro Rey, del heroísmo y del valor de aquellas huestes aguerridas, a las que no se venció nunca con las armas, sino con la traición y con la perfidia.
Contra esa misma política liberal, que en España había llegado a sus tristes y necesarias consecuencias, habéis empuñado ahora las armas y emprendido esta nueva cruzada.
En cuanto esté de nuestra parte, habéis de procurar que no se malogre el éxito, como se malogró en la gloriosa guerra de la independencia.
Y para ello habéis de procurar que España no caiga de nuevo en el artificio de caprichosas constituciones con razón llamadas “de papel”, ni en un centralismo absorbente y despótico, que si no justificaba el separatismo, porque este es un crimen y los crímenes jamás se justifican, explica que hombres perversos y criminales lo hayan explotado como cebo para atraerse a las incautas masas.
Habéis de procurar, también, que las libertades legítimas sean respetadas, porque nosotros sin razón llamados absolutistas, tanto como somos enemigos acérrimos del liberalismo y de sus falsas libertades, justamente llamadas de perdición, somos amantes y defensores de la verdadera y cristiana libertad, que en frase de Aparisi es “don de Dios y corona de los hombres”.
Habéis de trabajar por que se restauren las gloriosas instituciones gremiales, adaptadas a las necesidades de los tiempos actuales, librándolas de intromisiones injustas y tiránicas por parte del Estado.
Habéis de restablecer, en todo lo necesario y posible, la verdadera, la genuina Constitución española, en la que sin menoscabo de la unidad patria, existan todas las sociedades que la formaron y a su amparo han vivido, trabajando por su esplendor y grandeza. La cual no es compatible con los partidos políticos, obra funesta del liberalismo, nacidos como gusanos repugnantes de sus novicias ideas e instituciones y causa de divisiones lamentables.
No. Ninguno, absolutamente ningún partido es necesario para el buen gobierno de la patria, que únicamente corresponde a la autoridad la cual puede y debe escoger sus auxiliares donde quiera que los encuentre aptos para la función que les encomienda, sin que hayan de recibir antes el marchamo de un partido que, seguramente, sería causa de divisiones más hondas y más profundas que las que la existencia de varios partidos produciría.
El Rey es el tercer lema de nuestra bandera.
No hay sociedad sin autoridad, y para ejercerla en las naciones, la institución monárquica es la más perfecta, la más conforme a la razón y a la naturaleza humana, la que más eficazmente contribuye a la unidad política y, además, por lo que a España se refiere, la que adoptaron nuestros mayores y la que perdurando sin interrupción, hasta el siglo pasado labró la grandeza y el bienestar de España. Porque nuestra Monarquía no es la Monarquía liberal y parlamentaria que España ha padecido durante un siglo y arranca de la mentida y absurda soberanía nacional.
Nuestra Monarquía es la gloriosa Monarquía tradicional representativa, hereditaria, legítima y hasta eminentemente popular en el recto y acertado sentido de la palabra.
Por lo cual nada más erróneo que tacharla de absolutista.
El poder real se halla, ante todo, limitado por el mismo origen devino de la autoridad, porque si la ley de Dios a todos impone deberes, se los impone estrechísimos a los Reyes que son, cada uno en su reino, como dicen las Partidas, verdaderos vicarios de Dios para mantener a sus súbditos en justicia y en verdad cuanto a lo temporal se refiere.
“El reino no es para el Rey, sino los Reyes para los pueblos”, enseña Santo Tomás, porque Dios lo constituyó para regir y gobernar y para conservar a cada cual en su derecho. Por eso nuestras antiguas leyes, respondiendo a ese concepto cristiano de la realeza establecían que “aquello es un poder que puede hacer con derecho”.
Y así procedieron siempre los reyes legítimos de España, pues al ocupar el trono juraban la observancia de las leyes fundamentales del Reino.
Estaba también templada la autoridad del Rey por las Cortes tradicionales, sustancialmente diferentes a las funestas Cortes parlamentarias, verdadera y orgánica representación de los municipios, de las corporaciones, de las clases sociales, de los intereses vitales de la Nación. Los procuradores en Cortes son mandatarios con mandato imperativo sujeto a juicio de residencia; y en todo ha de proceder y votar, con voto decisivo o consultivo, según los casos, con arreglo a las instituciones de quienes les dan sus poderes.
Las atribuciones de las Cortes definidas están en nuestras leyes, pero es evidente que por ellas el pueblo, el verdadero pueblo, mediante sus legítimos representantes, interviene en el gobierno de la nación y por eso he dicho antes, que nuestra Monarquía tradicional era representativa y también eminentemente popular en el recto sentido de la palabra.
Procuraban, además nuestros reyes el acierto, con el asesoramiento de los Consejos, que tantos y tan señalados servicios han prestado a España.
Y es muy de notar, a este propósito, una ley de la Novísima Recopilación, según la cual el Rey, no deseando más que el acierto y huyendo el peligro del servilismo y la adulación, cargaba la conciencia de los Consejeros de Castilla, si no llegaban a replicar contra sus reales disposiciones, cuando no las hallaban conformes a justicia.
He dicho que la Monarquía ha de ser hereditaria y legítima.
Esto quiere decir, ante todo, que sólo puede ser Rey de España el que traiga su derecho de nuestras leyes tradicionales, no el que lo tenga de quienes lo usurparon, aunque después hayan querido convalidarlo mediante leyes tan inicuas como la usurpación misma, y nulas por su origen y por todas las circunstancias que en ellas concurrieron.
Pero, como en el documento en que instituyó la Regencia, decía nuestro Rey amadísimo, Don Alfonso Carlos, la auténtica Monarquía tradicional ha de ser legítima de origen y de ejercicio.
Es decir, que para ser Rey legítimo, además de tener derechos sucesorios fundados en nuestras leyes tradicionales, es necesario que el ejercicio de su altísimo cargo se ajuste a esas mismas leyes. Ejemplos tenemos en nuestra historia, que bien puedo llamar contemporánea, de un Rey a quien correspondiendo de derecho, por su ascendencia, la realeza, la perdió por haber aceptado principios y leyes liberales con olvido de toda la legislación nacional, y por haber reconocido a la dinastía usurpadora[3].
Por esta misma causa, jamás puede ser con derechos y en justicia Rey de España, quien pertenezca a la rama que usurpó el trono a la dinastía legítima (lo cual por sí sólo basta para quedar excluida) y que, además, aceptó los falsos, perturbadores y exóticos principios liberales y los implantó en el gobierno, entregándose a las veleidades de los partidos políticos, y labrando con su concurso la ruina de nuestra Patria y los males que lamentamos, los cuales muy en primer lugar a esa rama usurpadora y a su gestión desdichadísima son debidos.
No basta el título de Sangre, como si se tratara de la sucesión en el patrimonio económico, porque la Realeza es dada para el bien social y no para el personal provecho del Soberano. El título de la Sangre ha de estar subordinado al legítimo ejercicio de la soberanía y se convierte en gravísimo deber y tremenda responsabilidad ante Dios y ante el pueblo.
Gravísima responsabilidad que aparte de toda posibilidad de suceder y de ocupar el Trono de España a la rama dinástica causante de tantos males, de tanta deshonra y fugitiva del deber de defenderlo, al primer ataque de sus enemigos.
Constante preocupación del Rey Don Alfonso Carlos en la designación de sucesor legítimo a la Corona de España, fue la de que esta no recayera jamás en quien pertenezca a esa rama que no puede ostentar nunca la verdadera legitimidad.
Esta preocupación constante y esta voluntad decidida la manifestó en el documento en que instituyó la Regencia y en las cartas e instrucciones que dejó a S.A.R. el Príncipe y al Jefe Delegado suyo, todas las cuales conozco.
Bien sé que todos compartís este juicio y estos deseos, completamente ajustados a nuestras leyes y a la razón; y ciertamente que los torrentes de sangre derramada en las tres guerras anteriores y en la enconadísima que, por la misericordia de Dios, parece próxima a terminar con la victoria completa de los ejércitos españoles mandados por el Generalísimo, está clamando contra toda posibilidad de que pueda ser Rey de España un miembro de la dinastía que fue causa de todas las guerras, incluso de la actual, necesaria consecuencia de sus funestos errores y de sus desaciertos.
Con razón, si tal sucediese, cuantos han muerto por defender la causa bendita de la tradición, maldecirán desde sus tumbas a los que así malogran su sacrificio haciéndolo servir de pedestal a un descendiente de la dinastía que ellos combatieron.
Ni se diga que aceptará y hará suyos los principios y la doctrina tradicionalista, porque aguardará para hacer tales manifestaciones y para adscribirse a nuestra Santa Causa, a que se le ofrezca una corona. Cuando se ha vivido vinculado a una dinastía y a un régimen liberales quita al acto toda eficacia y todo valor y más es precio para adquirirla que profesión sincera de nuestros grandes ideales.
La época que se inicia en España es trascendental. Una guerra tan dura y heroica, como correspondía a la grandeza del fin y al infranqueable abismo que media entre la Religión, la Civilización, la gloria y el Honor nacionales y el bienestar social, de una parte y los sin dios y sin Patria, los autores de los crímenes más horrendos que conoció la Humanidad, los desalmados de toda moral y de todo ideal, de la otra.
Esta grandeza colosal ha sido servida y cumplida por el glorioso Ejército Español, por el noble pueblo español en armas, bajo la égida del Generalísimo y de sus esforzados Generales y Jefes, con la eficaz colaboración de milicias y de la ciudadanía en masa, con todos los concursos del saber, del valor, del sacrificio, del trabajo y de la sangre de la Patria misma.
Obra nacional ingente realizada sin rey, porque el que lo era legítimo, vivía proscrito por la dinastía liberal usurpadora del Poder y usufructuaría de sus provechos.
Miserable aspiración será la de aquellos que traten de hacer suceder en el Poder a tanta costa recuperado de las garras del marxismo por el Ejército y por la Nación misma, a cualquiera de aquellos que sobre haberlo ejercido sin derecho, lo arrastraron a una baja política de partidos y lo abandonaron en la hora crítica.
En la ocasión oportuna, que confiamos sea el mismo Generalísimo el primer vigilante observador en apreciarla, no es la restauración irreflexiva e imprudente de un Rey lo necesario. Tras conmoción tan honda, importa mucho fijar las bases, establecer instituciones fundamentales de la monarquía y saber determinar bien el Príncipe digno de recoger tanta gloria, capacitado para la ardua empresa y merecedor de la confianza de este nobilísimo y heroico pueblo.
Una institución monárquica, tradicional en nuestro derecho, causa de tantas glorias, engarce precioso entre las dinastías, la Regencia, es la única que puede fundar la monarquía sobre cimientos inconmovibles y determinar autorizadamente quien será el Príncipe indicado, por Derecho Patrio y por la conveniencia nacional.
El Rey procediendo con grandísimo acierto e inspirándose en nuestras antiguas leyes y en las enseñanzas de nuestra historia, había instituido Regente, el día 23 de enero de 1936, a nuestro muy querido sobrino, el Príncipe Don Francisco Javier de Borbón Parma, en quien tenía plenísima confianza por representar enteramente nuestros principios, por su piedad cristiana y por sus sentimientos del Honor, sin que esta Regencia le privase de su eventual derecho a la Corona.
Aceptó el Príncipe la Regencia con el solemne y público juramento, que también con toda solemnidad renovó ante el cadáver de nuestro amadísimo Rey, de ser el depositario de la tradición legitimista española y como abanderado hasta que la sucesión queda regularmente establecida.
Todos vosotros y yo, podemos tener, como tenía el Rey, confianza plenísima en nuestro Regente, por las altas dotes que en él concurren y por su fervorísima adhesión a la Causa legitimista; y estamos ciertos de que ha de llevar a cumplido término su misión, tal como lo hubiera hecho el mismo Rey Alfonso Carlos, según prometió en su emocionante y conmovedor juramento.
Por eso fue prudentísima y sobre toa ponderación acertada la determinación del Rey al instituirla y la designación para ella del Príncipe Don Javier de Borbón Parma, el cual puede ejercerla por sí solo con pleno derecho y todas las facultades propias de su elevado cargo, o bien, como paso para la designación del Rey legítimo, puede asociar a ella a un número limitado de personas (tres o cinco fijan las leyes de Partida) que sean expresión de todo el pensamiento nacional, de todos los elementos fundamentales de la Patria: la Iglesia, el Ejército y quienes representan las aspiraciones y los anhelos iniciadores y propulsores de la gran Cruzada que ha librado a España y al mundo de los modernos bárbaros.
Esta maravillosa institución de la Regencia, no es misión de partidos, ni interés de persona alguna, ni siquiera de una familia en tanto no redunden en bien de la Nación misma, a esta, a todos los españoles importa gravemente y a su mejor servicio ha de orientarse.
A todos los españoles, por tanto, me dirijo, y en cuanto está de mi parte ruego, pido y exhorto a que con nosotros coadyuvéis en esta magna empresa, deponiendo prejuicios y recelos y apartando injustificadas prevenciones.
Todo debe sacrificarse ante el bien de la Patria, para cuya verdadera restauración y grandeza no hay más camino, ni más ideales genuinamente españoles, ni más principios y normas y régimen de gobierno acertados, que los que proclamamos conforme la experiencia y han sellado y confirmado con su sangre los valientes Requetés y cuantos con ellos han luchado y luchan en esta guerra de verdadera reconquista de las puras esencias de la España inmortal.
Sólo esos principios harán fecunda la sangre de mártires y de héroes tan generosamente derramada; y no serán estériles los sacrificios que con gusto han hecho todos los españoles, sin distinción de clases, en aras de su amor a la Patria.
Tantos y tan generosos esfuerzos quedarían malogrados si de esta lucha surgiera una España plasmada en los moldes, a nosotros extraños, de un estatismo centralizador y absorbente, con mengua de las legítimas libertades; o contaminados de sistemas y procedimientos análogos o parecidos a los que durante más de un siglo hemos padecido.
No. No será así, porque el valor, la pericia, la abnegación y el patriotismo de todos son prenda de su acierto en cimentar la paz sobre bases inconmovibles, de raigambre española.
La Providencia amantísima de Dios, que ha guiado sabiamente la guerra, tiene que ser –seguros podemos estar- la que remate la gesta con el triunfo de la Causa que siempre le confesó, la que guardó religiosamente estas esencias y selló tantas veces con sangre estas verdades, regio remate de la Cruzada gloriosa, de la grandeza de España y de promesas del Sagrado Corazón de Jesús.
A su gloria y alabanza diré, como tantas veces habéis gritado, mis queridos carlistas en el fragor de los combates.
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España! ¡Viva el Rey!
Notas
[1]Archivo Fal Conde (B=IV=3). Correspondencia DAC 8.
[2]Carta de doña María de las Nieves de Braganza a don Manuel Fal Conde, Viena a 4 de noviembre de 1936. (Archivo Fal Conde. Correspondencia. DAC 8).
[3]Se refiere a don Juan de Borbón y de Braganza, padre de Carlos VII.
DOÑA MARIA DE LAS NIEVES DE BRAGANZA
CÉSAR ALCALÁ
En el archivo Manuel Fal Conde de Sevilla se conserva un documento, inédito hasta el momento presente, titulado: Proyecto de manifiesto de S. M. la Reina Doña María de las Nieves, lleva por título: A mis queridos tradicionalistas y a todos los españoles[1]. El Manifiesto no esta datado aunque, por su contenido, puede asegurarse que lo escribió a comienzos del año 1939. Su extensión es de 18 folios escritos a máquina. Debió redactarse en Viena, pues residía allí durante el invierno, trasladándose a Ebenzweier en verano.
¿Existe semejanza con alguno otro Manifiesto publicado con anterioridad? El carácter, el tono y su contenido nos recuerda el que escribiera la Princesa de Beira. Así el documento nos ofrece un perfil de doña María de las Nieves de Braganza que, salvando la distancia histórica, deseó convertirse en la Princesa de Beira del siglo XX.Y méritos nunca le faltaron para ostentar dicho reconocimiento. Si la Princesa de Beira fue la gran protectora e impulsora de la figura de don Carlos VII, doña María de las Nieves de Braganza deseaba que se reconociera a su sobrino, don Francisco Javier de Borbón-Parma, como el más adecuado sucesor de su marido, don Alfonso Carlos I.
Como se ha comentado, la tónica del documento y las alusiones que en él hace, nos recuerda al publicado por doña María Teresa de Braganza, Princesa de Beira, el 25 de septiembre de 1864, con el título: Mi carta a los españoles. La Princesa de Beira fue una mujer de carácter entero y decidido, prestándole grandes servicios al Carlismo. Es la figura femenina de mayor vinculación a la política española. Doña María de las Nieves de Braganza, mujer ejemplar, también quiso vincularse –como ya demostró durante la tercera guerra carlista- en la política española que surgiría después de la guerra civil. Aunque las circunstancias históricas sean diferentes, ambas dan a conocer el ideario político que han de seguir los carlistas y todos los españoles.
¿Cómo está estructurado? La distribución del Manifiesto está basado en el formulado por la Princesa de Beira. Su pensamiento sobre el liberalismo; la base ideológica del Carlismo, encarnada en el trilema de Dios-Patria-Rey; y, por encima de todo, quién rige el Carlismo ante la ausencia, por fallecimiento, del Rey. Si la Princesa de Beira es dura con la conducta hacia don Juan de Borbón y Braganza, no lo es menos doña María de las Nieves de Braganza con relación a la dinastía liberal. El liberalismo y la mala política llevada a cabo por esa dinastía son la causa, según ella, del estado en el que se encontraba España antes de la guerra civil –como ya nos lo refiere en el Memorial-, de la incursión del marxismo, de la falta de Unidad Católica y de haberse tenido que iniciar una guerra para librar a España de todos esos males. Por todo esto, nunca nadie de esa dinastía debía reclamar unos derechos que no les pertenecían y declaraba contra aquellos que pensaran en esta solución como la más viable: Miserable aspiración será de aquellos que traten de hacer suceder en el Poder a toda costa, recuperado de las garras del marxismo por el Ejército y por la Nación misma, a cualquiera de aquellos que sobre haberlo ejercido sin derecho, lo arrastraron a una baja política de partidos y lo abandonaron en la hora crítica. La alusión está intrínsecamente relacionada al comportamiento de don Alfonso XIII en 1931 y a las pretensiones que éste tenía sobre su hijo don Juan de Borbón y Battemberg, como quedó demostrado en el pacto familiar de Territet, durante la época de don Jaime III, y en las conversaciones mantenidas con don Alfonso Carlos I.
En el Manifiesto habla sobre el general Francisco Franco en un tono muy cordial, por la gran labor que estaba realizando para que España recuperara su identidad, perdida como consecuencia de la política liberal ejercida durante más de un siglo. Al morir don Alfonso Carlos I, el general Franco y la Junta de Guerra de Burgos le enviaron un telegrama de pésame: “Al General Franco agradecimientos, quedé muy conmovida haya pensado en mí, y así el pésame de toda la Junta de Guerra de Burgos[2]”. A pesar de la deferencia hacia ella, las intenciones de Franco eran otras. Sin un conocimiento profundo con respecto a la trama política que estaba trazando Franco, doña María de las Nieves de Braganza insta a éste para que, una vez finalizada la guerra, tenga en cuenta la legitimidad del Carlismo, como única solución política de la nueva España, tomando como referencia la Regencia de don Javier de Borbón-Parma y, una vez creadas las instituciones y las condiciones necesarias, instaurase la Monarquía Legítima.
Como la Princesa de Beira, doña María de las Nieves de Braganza manifiesta que la persona capacitada para llevar hacia adelante la restauración de la Monarquía Legítima es don Francisco Javier de Borbón-Parma. Ese fue el mandato de don Alfonso Carlos I y sus reconocidas cualidades, tenían que inspirar confianza a los españoles pues, sólo él, podría llevar a buen puerto el mandato recibido al aceptar la Regencia. Ahora bien, el camino que tomó el Carlismo, con posterioridad al Manifiesto –acercamiento a don Juan de Borbón y Battemberg, y el colaboracionismo con el franquismo- se apartaron intrínsecamente de la ideología planteada por dona María de las Nieves de Braganza, que no era, sino, fiel reflejo del pensamiento de su esposo.
El Manifiesto de doña María de las Nieves de Braganza nos aporta una nueva referencia, poco investigada hasta el momento presente, sobre su propósito de vincularse más directamente en la política española, apoyando la Regencia y la figura de don Francisco Javier de Borbón-Parma; su posicionamiento contrario a cualquier pretensión de la dinastía liberal; y un ideario político ligado al trilema de Dios-Patria-Rey, como único camino a seguir por los carlistas y por todos los españoles. Los motivos por los cuales no se publicó debemos argumentarlos en las condiciones políticas acaecidas dentro de la Comunión Tradicionalista al término de la guerra y por la política que mantuvo Franco con respecto al Carlismo. No obstante, el valor del Manifiesto reside en que, a través de él, doña María de las Nieves de Braganza quiso dar a conocer no sólo la legítima tradición por la que se luchó en tres guerras civiles, sino el pensamiento que siempre había guiado a su esposo. Un pensamiento apartado sistemáticamente por algunos y seguido fielmente por otros.
A MIS QUERIDOS TRADICIONALISTAS Y A TODOS LOS ESPAÑOLES
Dios Nuestro Señor en sus impenetrables designios, llevóse de éste mundo a nuestro Rey inolvidable, mi esposo amadísimo Alfonso Carlos, cuando comenzaba ya esta Cruzada heroica, cuando todo hacía prever el triunfo de la Santa Causa de la restauración de España a la que tantos afanes había Él consagrado, combatiendo, al frente del Ejército leal en los campos de Cataluña y del Centro, al liberalismo destructor y las instituciones ilegítimas que le encarnaban.
Con todo entusiasmo había Él tomado parte importantísima, ahora, en la preparación del Alzamiento Nacional ordenando a todos los leales que empuñasen las armas y tomando las oportunas disposiciones, secundadas por mi querido sobrino el Príncipe Don Javier de Borbón-Parma, por el Jefe Delegado de la Comunión Carlista, y por cuantos a ella pertenecen sin diferencias en condiciones no de edades. A todos felicitó nuestro Rey en memorable autógrafo, en el que a la Comunión Tradicionalista Carlista y a los heroicos Requetés, expresaba su agradecimiento y su admiración.
Dios no ha querido que presenciase en vida la victoria. Seguramente la celebrará en el Cielo.
Pero su muerte no me alejó de vosotros, pues ni un solo momento se aparta de mí memoria vuestro recuerdo, ni de mi corazón el afecto que siempre os profesé, aumentado ahora, si fuera posible, por la admiración de vuestras proezas y por el heroísmo con que, de modo tan principal y decisivo habéis luchado y seguís luchando en esta guerra, verdadera Cruzada por la restauración cristiana y tradicional de nuestra amadísima España.
Por eso mis primeras palabras al dirigirme hoy a vosotros, han de ser de felicitación entusiasta a los heroicos Requetés y a los valientes soldados que, a las órdenes del Generalísimo, luchan en esta guerra santa con heroísmo nunca superado.
Gloria, pues, a las brillantísimas Divisiones Navarras, que desde los primeros momentos tan eficazmente están contribuyendo al glorioso Alzamiento en que no se defiende una causa particular y exclusiva, sino una causa verdaderamente nacional, y por esto en ella, al lado de los Navarros, siempre leales y valientes, merecedores de la más alta recompensa, que con toda justicia les ha sido concedida, militan soldados y Requetés de todas las regiones y provincias españolas.
Gloria, también, a esos Requetés y soldados que tan alto han puesto el nombre de Andalucía, Álava, Guipúzcoa, Vizcaya, Castilla, Cataluña, Asturias, Galicia, Extremadura y Valencia.
Y del mismo modo mí recuerdo afectuosísimo, para los que habiendo quedado bajo el poder de la tiranía roja, han cumplido como buenos, acudiendo al llamamiento que se les hizo y permaneciendo fieles y leales, a despecho de persecuciones, sacrificios, cárceles y malos tratamientos, en los que no pocos sucumbieron como verdaderos mártires de la Religión y de la Patria.
Para estos con nuestro recuerdo una oración y una oración también con el recuerdo más afectuoso para los que heroicamente sucumbieron en los campos de batalla.
Gratitud imperecedera debemos a todos estos mártires y héroes que han hecho generosamente el holocausto de su vida a Dios y a la Causa Santa de España.
Pero sobre todo debemos invocar y dar gracias al Corazón Sagradísimo de Jesús que tan visiblemente protege a nuestras huestes, y a la Virgen Santísima que en el bendito Pilar de Zaragoza tomó posesión de España, y en el misterio de su Concepción Inmaculada en su Patrona, cuya intercesión poderosísima se ha manifestado tan patente en resta guerra, con hechos verdaderamente extraordinarios y prodigiosos.
No cesamos jamás en nuestras oraciones para que derrame el Señor Sus Bendiciones y sostenga y aliente con su gracia al Generalísimo y a todo el Ejército, y haga que la victoria no se malogre y os lleve a la realización de los santos y patrióticos ideales que inspiraron esta Cruzada.
Este momento tan deseado es también de una excepcional trascendencia para nuestra Patria. En él comienza la obra ingente de la paz, es decir, de la verdadera reconstrucción y restauración de España, que ha de hacerse inspirándonos en nuestra tradición y en nuestra historia gloriosísima que nos dicen cómo y cuándo se logró la verdadera grandeza de nuestra España y cuál es el único camino para recobrarla.
Gracias a la Comunión Tradicionalista Carlista, se han conservado en España estas salvadoras ideas que hoy merecen el general reconocimiento de su verdad y eficacia. Y si son la verdad, si constituyen el contraste de todas las causas de perdición de la Patria y los españoles que las profesan las han acreditado en guerras y hechos incesantes contra todos los enemigos de España, ¿qué razón podría haber para que ahora dejen de profesarles y amarlas?
Ahora, precisamente ahora, en que se va a emprender la obra ingente de la reconstrucción de las instituciones del Estado, es cuando más necesarias son esas ideas salvadoras y que no se equivoque el camino malogrando la sangre de tantos mártires y de tantos héroes que nos pedirían estrecha cuenta.
Yo que tan íntimamente he recogido las inspiraciones constantes de nuestro Rey, creo que debo, en estos momentos, hacer una amplia recordación del ideario tradicionalista previniendo peligros especiales que en el corazón del Rey estaban punzando sus últimos desvelos y preocupaciones, que llenan las planas de su epistolario y alguno de los cuales, como el problema sucesorio, fue materia de su vigilante atención, hasta sus cartas que bien podemos llamar póstumas y testamentarias, escritas a nuestro muy querido sobrino el Príncipe Regente y al Jefe Delegado en España, el lealísimo Fal Conde, en julio de 1936, para que fueran entregadas después de su muerte.
Mí silencio acreditaría negligencia y parecería desamor que no cabe en quien consagró toda su larga vida, junto con la del Rey, al servicio de la Causa auténtica de España en una guerra y en un constante destierro.
A todos los españoles y especialmente a mis queridos carlistas debo éste testimonio de las constantes preocupaciones del Rey, preocupaciones en cuya primera atención, en grado de vocación sublime y como sacerdocio de toda su vida, estaban la salvación y el bien de España.
A todos los españoles me dirijo, como en otro tiempo se dirigiera, en críticas circunstancias la por tantos títulos ilustre Princesa de Beira, Doña María Teresa de Braganza, para recordar los principios de nuestro credo y dar testimonio de las inspiraciones de su difunto esposo el Rey Don Carlos V, a todos los españoles, porque, como muy bien decía el gran Rey Carlos VII, él y como Él los Reyes legítimos, no han de ser Reyes de un partido, sino de todos los españoles, amándolos a todos por igual, sin distinción alguna. Y además, porque la garantía única el bien social y la felicidad de los españoles y la gloria de la Patria, que han deseado conquistar en la gesta que ya acaba, el premio a tantos sacrificios y la seguridad del venturoso porvenir de España. Y, en particular, me dirijo a los carlistas porque ellos fueron nuestros leales, los poseedores de estas verdades que en nobilísima disciplina y obediencia a la Legitimidad proscrita han guardado este sagrado depósito, que hoy sirve de base a la reconstrucción nacional; los que acudieron a la guerra voluntaria y generosamente bajo la obediencia y lealtad acrisolada al Ejército, por orden del Rey y como inculcaron los Jefes de la Comunión, haciéndola extensiva, con todo respeto, al Generalísimo, que después de la muerte de mi querido esposo fuera nombrado.
Todos nuestros grandes leales, y todas las normas que han de seguirse para la verdadera restauración de España, están contenidas en el hermoso lema: DIOS, PATRIA, REY.
Como decía en el memorable documento aludido la Princesa de Beira, esta divisa la heredamos de nuestros mayores como rico patrimonio, como ley fundamental de nuestra España católica, como grito de guerra contra nuestros enemigos.
Esa es, pues, nuestra bandera en la que campean el Santo nombre de Dios, significando que, ante todo y sobre todo, proclamamos el reinado de Jesucristo y la autoridad de su Iglesia; el nombre bendito de la Patria con su gloriosa historia y sus tradiciones seculares, y el nombre del Rey con que se expresa la autoridad legítima y soberana encargada de regir a la Patria, labrando, en cuanto es posible en la tierra, la felicidad temporal de todos los españoles.
La primera palabra de nuestro lema es DIOS.
Es decir que la ley de Dios, la autoridad de la Iglesia Santa y el acatamiento a todas sus divinas enseñanzas, es la primera y fundamental de nuestras leyes. Por lo cual, no basta decir que el sentido católico se incorpora al Estado, locución impropia y agravada con el concepto de que ese mismo Estado ha de estar atento para impedir las demasías e invasiones de la Iglesia. No y mil veces no.
La Religión Católica es la piedra angular, la base indestructible y el más firme fundamento de la nación española, es fin y no medio; por eso, como también decía la Princesa de Beira: “La unidad de nuestra fe católica es la más fundamental de nuestras leyes, la base solidísima de nuestra Monarquía española, como de toda civilización”.
Proclamemos, pues, como primera aspiración y como ley fundamental de la restauración de España, la Unidad Católica, que no es la imposición por la fuerza de nuestra fe a quienes no la profesen, sino la prohibición de atacarla y de propagar errores contrarios a ella que hacen sus víctimas en indefensos e incautos ciudadanos; es el reinado social de Jesucristo, esto es, que las leyes y costumbres, autoridades y súbditos, instituciones públicas y privadas y, en una palabra, las manifestaciones todas de la vida nacional, estén inspiradas por la ley de Dios, y a ella en todo se sujeten.
Esto es lo que significa la incorporación al escudo y a la Bandera de España del Corazón Sagradísimo de Jesús, que D. Alfonso Carlos había prometido solemnemente.
Esta Unidad Católica que día a nuestra Patria su grandeza y que en medio de los azarosos acontecimientos que han conmovido al mundo conservó unidos a los españoles, preservándoles de las guerras de religión, en otros pueblos tan funestas, fue en mal hora abolida, con la protesta enérgica de San Pío IX y contra la voluntad explícita de la inmensa mayoría de los españoles, por el maldito liberalismo, contra el cual todos claman ahora, ante los tremendos estragos que ha producido, pero cuya esencia no todos conocen y por ello debemos estar nosotros vigilantes y apercibidos.
Porque liberalismo no son, de suyo las formas de gobierno, aunque en la práctica se haya identificado con algunas, especialmente las democráticas y republicanas; ni es tampoco liberalismo la mayor o menor participación del pueblo en el gobierno de las naciones; ni lo constituye el espíritu de tolerancia y generosidad que, en su debida aceptación, como decía un gran escritor católico, son virtudes cristianas.
La esencia, la raíz del liberalismo está, en no reconocer y en no sujetarse a la ley de Dios, a la autoridad de la Iglesia Santa y a sí divino e infalible magisterio.
Por eso el liberalismo es compatible con todas las formas de gobierno y puede existir de hecho en las repúblicas y en las monarquías, en las democracias y en lo que ahora llaman Estados totalitarios; en las regiones socialistas y comunistas; y en los que se inspiran en la más desenfrenada anarquía.
Cuando sobre la propia soberanía no se acepte la de Dios y no se reconozca haberla recibido de Él; cuando los gobiernos no se sujeten en su ejercito al criterio inviolable de la ley cristiana; cuando den por indiscutible todo lo definido por la Iglesia y no reconozcan como base del derecho público la supremacía moral de esta y su derecho absoluto en las materias de su competencia y en las mixtas y aun en las meramente políticas y temporales, si en ellas se mezcla algún interés moral y religioso, sin que sea el Estado sino la propia Iglesia la que señale el límite de su autoridad y de su competencia; cuando todo esto no se reconozca y se acate y se practique, los gobiernos que así procedan por muy templados y antidemócratas que aparezcan, son verdadera y esencialmente liberales, y a la corta o a la larga han de causar daños gravísimos, de lo cual es ejemplo triste y elocuente nuestra amadísima España.
Porque, ¿quién duda ya a la vista de la espantosa catástrofe que presenciamos, que a ella nos ha conducido un siglo de régimen liberal, republicano unas veces, monárquico y moderado otras, pero inspirado en las perversas doctrinas de la Revolución?
Por eso nosotros que representamos la verdadera contra-Revolución hemos de comenzar por asentar contra todos los principios de la revolución liberal, la base necesaria e indispensable para la restauración de España, su Unidad Católica, que no es cosa ya pasada e imposible en nuestros tiempos como algunos piensan, sino de palpitante actualidad y posible y aun necesaria; porque indestructible es en los españoles la fe cristiana.
¿Pues qué? ¿No convienen todos en que esta guerra es una verdadera Cruzada? ¿No fue por Dios y por España, por lo que tantos y tantos jóvenes y viejos empuñaron sus armas? ¿No fue el grito de “¡Viva Cristo Rey!", el que lanzaban al entrar en batalla y el último que salía de los pechos de los que por Dios y por España morían?
No, no es cosa pasada y muerta la Unidad Católica en España; es ley tan viva hoy como en los tiempos de nuestros antepasados, por eso repito, la primera palabra de nuestro bendito lema es “DIOS”, cuya realeza, cuya autoridad y cuya soberanía con ella proclamamos.
Después del amor de Dios, el primero y el más grande es el de la Patria, el de nuestra España inmortal, que de esta cruzada ha de resurgir llena de poder y majestad, ataviada con todas las premisas que la hicieron grande, fuerte y poderosa en aquellos tiempos en que de hecho y de derecho se ejercía el Imperio en casi todo el mundo conocido.
Pero España no está formada por la fuerza y por la violencia; ni es un mero agregado de individuos sujetos al poder de un Estado que todo lo domina y avasalla. España está formada por familias, municipios y corporaciones y por antiguos reinos, principados y señoríos enlazados por el vinculo más poderoso, la Religión Católica, y constituyendo la unidad nacional que labró la historia, guiada por la Providencia, unidad tanto más fuerte e indestructible cuanto en ella encuentran el amor, elemento de vida que fortalece la unión, y la justicia que es el reconocimiento de los verdaderos derechos y de las legítimas libertades.
Y no es esto alentar el maldito separatismo, nunca bastante execrado y que por todos los medios debe reprimirse, castigarse y desterrarse de nuestra Patria. Nadie a combatido con tanto ardimiento el separatismo como la Comunión tradicionalista, que cuenta con tantos mártires de la unidad y de la grandeza de España, que defienden y querían como quiere la Comunión Tradicionalista y según pide toda la gloriosa tradición de España, que esta, en cuanto Estado, se constituya, como piden de consumo la razón, inspirada en la ley natural y divina, y nuestra historia.
Porque no es el Estado el que crea la región, ni el municipio, ni la familia, ni siquiera las corporaciones. Todos estos organismos son, en el orden racional y en el histórico, anteriores al Estado.
Ley natural y divina es la sociabilidad, que da movimiento a la familia y hace que estas formen los municipios, los cuales, a su vez, constituyen regiones, y no teniendo estas la integridad de medios necesarios para el perfeccionamiento público y temporal, se unen en otra sociedad que tiene como fin esa felicidad temporal y pública; y como esta sociedad es definitiva, en el orden temporal, y causa estado, se llama el “Estado”.
La razón de ser, pues, de las sociedades superiores es completar y auxiliar a las inferiores que las han precedido en el orden natural y aun en el histórico, y toda constitución social que no se acomode a este criterio, es injusta y va contra la ley natural y además contra la historia.
Porque esta, nos enseña, cual es la constitución social de nuestra Patria, la que la hizo verdaderamente grande, con grandeza jamás igualada por ningún otro pueblo de la tierra; verdaderamente una, con unidad que no era uniformidad, y que a decir del gran polígrafo Menéndez Pelayo, tenía su raíz en el cristianismo; verdaderamente libre de toda tiranía, de todo despotismo y de toda imposición o influencia exótica y extranjera.
Hubo un tiempo en que España no estaba constituida como lo está actualmente, ni siquiera este nombre bendito designaba a todo el conjunto de pueblos que hoy la forman, sembrado y arraigado en nuestro suelo el Cristianismo, el más eficaz principio de nuestra unidad; rota y quebrantada por el invasor la que entonces existía, fueron formándose en el fundente de la reconquista del patrio suelo aquella serie de organismos que se llamaban los Principados de Asturias y Cataluña, los reinos de Castilla, de León, de Navarra, el Señorío de Vizcaya, las Provincias de Álava y Guipúzcoa, que si nacieron independientes en la acción fraccionaria y autónoma de la reconquista, bien pronto se estrecharon y unieron, no por mero capricho humano, sino conducidas por la mano de la Divina Providencia, que juntó a Asturias con León y con Castilla, a Cataluña con Aragón, a este reino así constituido con Navarra y el de Castilla, del que ya formaban parte Vizcaya y Álava y Guipúzcoa, y surgió así España, nuestra España, la Patria inmortal, la más grande que ha visto la Historia.
Pero dentro de ella, sin atentar a su unidad, antes al contrario, haciéndola cada vez más fuerte y más poderosa, dentro del gran Estado Español, subsistían aquellos organismos en los que las distintas ciudades, villas, comarcas, señoríos, reinos y principados tenían una vida autárquica, con sus respectivos fueros, franquicias, leyes y libertades, con sus lenguas propias, todas ellas lenguas españolas, porque los pueblos españoles las hablaban y las hablan.
Y sí por los frutos se conoce al árbol, aquella constitución genuinamente española, no impuesta por el capricho humano, sino elaborada por la historia en el transcurso de los siglos, no sólo no atentó a la unidad de la Patria, sino que dio a ésta, días de esplendor y grandeza, jamás igualados por nación alguna de la tierra. Y todos sus hijos, sin excepción, rivalizando, vascos, castellanos, navarros, aragoneses, andaluces, extremeños, asturianos, catalanes, valencianos y gallegos, trabajaron con todo ardimiento y contribuyeron, con eficacia, a aquellos descubrimientos territoriales, a las portentosas hazañas guerreras, y al renacimiento científico y literario, que dieron nuevos continentes a la humanidad, millones de hijos a la Iglesia, monumentos imperecederos as las ciencias y a la literatura, y colocaron a la patria española, dominadora de medio mundo, a la cabeza de todos los pueblos de la tierra.
Y en ella existían también pujantes y vigorosos los gremios y las corporaciones, que tampoco son artificio del gobernante, sino instituciones naturales y legítimas que los poderes públicos, deben respetar y, en cuanto esta de su parte, auxiliar y fomentar, sin intromisiones arbitrarias y sin imposiciones abusivas, que, cualquiera que sea el ropaje con que se la vista, constituyen verdaderos abusos de poder y extralimitación de las funciones que la ley natural asigna al Estado.
Pero pasó por nuestra Patria lo que con razón llamó el Santo Pío X “el soplo de la revolución”: el Liberalismo, que unas veces en la forma del absorbente y despótico cesarismo y otras bajo el señuelo de la soberanía nacional, pero, partiendo siempre e una falsa y funesta libertad (la que arroga al hombre contra la ley divina) acabó con todas las verdades y santas libertades, destruyó la constitución secular y tradicional de España, arrojando injustamente a las regiones bajo el yugo de un centralismo despótico, a la moda francesa; y deshizo las corporaciones y los gremios, dejando al obrero a merced de inicuas competencias, y haciéndole después, con el halago de sus pasiones y con mentidas promesas de felicidad, instrumento de las más horrendas maquinaciones subversivas de todo orden social.
Contra esa política liberal, funestísima, centralizadora, demoledora de todo lo tradicionalmente español y causante de toda la desolación que presenciamos, lucharon con ardimiento los carlistas en tres guerras heroicas, como noblemente reconoce en alocución memorable el Generalísimo; y yo he sido testigo, al lado de mi esposo, después nuestro Rey, del heroísmo y del valor de aquellas huestes aguerridas, a las que no se venció nunca con las armas, sino con la traición y con la perfidia.
Contra esa misma política liberal, que en España había llegado a sus tristes y necesarias consecuencias, habéis empuñado ahora las armas y emprendido esta nueva cruzada.
En cuanto esté de nuestra parte, habéis de procurar que no se malogre el éxito, como se malogró en la gloriosa guerra de la independencia.
Y para ello habéis de procurar que España no caiga de nuevo en el artificio de caprichosas constituciones con razón llamadas “de papel”, ni en un centralismo absorbente y despótico, que si no justificaba el separatismo, porque este es un crimen y los crímenes jamás se justifican, explica que hombres perversos y criminales lo hayan explotado como cebo para atraerse a las incautas masas.
Habéis de procurar, también, que las libertades legítimas sean respetadas, porque nosotros sin razón llamados absolutistas, tanto como somos enemigos acérrimos del liberalismo y de sus falsas libertades, justamente llamadas de perdición, somos amantes y defensores de la verdadera y cristiana libertad, que en frase de Aparisi es “don de Dios y corona de los hombres”.
Habéis de trabajar por que se restauren las gloriosas instituciones gremiales, adaptadas a las necesidades de los tiempos actuales, librándolas de intromisiones injustas y tiránicas por parte del Estado.
Habéis de restablecer, en todo lo necesario y posible, la verdadera, la genuina Constitución española, en la que sin menoscabo de la unidad patria, existan todas las sociedades que la formaron y a su amparo han vivido, trabajando por su esplendor y grandeza. La cual no es compatible con los partidos políticos, obra funesta del liberalismo, nacidos como gusanos repugnantes de sus novicias ideas e instituciones y causa de divisiones lamentables.
No. Ninguno, absolutamente ningún partido es necesario para el buen gobierno de la patria, que únicamente corresponde a la autoridad la cual puede y debe escoger sus auxiliares donde quiera que los encuentre aptos para la función que les encomienda, sin que hayan de recibir antes el marchamo de un partido que, seguramente, sería causa de divisiones más hondas y más profundas que las que la existencia de varios partidos produciría.
El Rey es el tercer lema de nuestra bandera.
No hay sociedad sin autoridad, y para ejercerla en las naciones, la institución monárquica es la más perfecta, la más conforme a la razón y a la naturaleza humana, la que más eficazmente contribuye a la unidad política y, además, por lo que a España se refiere, la que adoptaron nuestros mayores y la que perdurando sin interrupción, hasta el siglo pasado labró la grandeza y el bienestar de España. Porque nuestra Monarquía no es la Monarquía liberal y parlamentaria que España ha padecido durante un siglo y arranca de la mentida y absurda soberanía nacional.
Nuestra Monarquía es la gloriosa Monarquía tradicional representativa, hereditaria, legítima y hasta eminentemente popular en el recto y acertado sentido de la palabra.
Por lo cual nada más erróneo que tacharla de absolutista.
El poder real se halla, ante todo, limitado por el mismo origen devino de la autoridad, porque si la ley de Dios a todos impone deberes, se los impone estrechísimos a los Reyes que son, cada uno en su reino, como dicen las Partidas, verdaderos vicarios de Dios para mantener a sus súbditos en justicia y en verdad cuanto a lo temporal se refiere.
“El reino no es para el Rey, sino los Reyes para los pueblos”, enseña Santo Tomás, porque Dios lo constituyó para regir y gobernar y para conservar a cada cual en su derecho. Por eso nuestras antiguas leyes, respondiendo a ese concepto cristiano de la realeza establecían que “aquello es un poder que puede hacer con derecho”.
Y así procedieron siempre los reyes legítimos de España, pues al ocupar el trono juraban la observancia de las leyes fundamentales del Reino.
Estaba también templada la autoridad del Rey por las Cortes tradicionales, sustancialmente diferentes a las funestas Cortes parlamentarias, verdadera y orgánica representación de los municipios, de las corporaciones, de las clases sociales, de los intereses vitales de la Nación. Los procuradores en Cortes son mandatarios con mandato imperativo sujeto a juicio de residencia; y en todo ha de proceder y votar, con voto decisivo o consultivo, según los casos, con arreglo a las instituciones de quienes les dan sus poderes.
Las atribuciones de las Cortes definidas están en nuestras leyes, pero es evidente que por ellas el pueblo, el verdadero pueblo, mediante sus legítimos representantes, interviene en el gobierno de la nación y por eso he dicho antes, que nuestra Monarquía tradicional era representativa y también eminentemente popular en el recto sentido de la palabra.
Procuraban, además nuestros reyes el acierto, con el asesoramiento de los Consejos, que tantos y tan señalados servicios han prestado a España.
Y es muy de notar, a este propósito, una ley de la Novísima Recopilación, según la cual el Rey, no deseando más que el acierto y huyendo el peligro del servilismo y la adulación, cargaba la conciencia de los Consejeros de Castilla, si no llegaban a replicar contra sus reales disposiciones, cuando no las hallaban conformes a justicia.
He dicho que la Monarquía ha de ser hereditaria y legítima.
Esto quiere decir, ante todo, que sólo puede ser Rey de España el que traiga su derecho de nuestras leyes tradicionales, no el que lo tenga de quienes lo usurparon, aunque después hayan querido convalidarlo mediante leyes tan inicuas como la usurpación misma, y nulas por su origen y por todas las circunstancias que en ellas concurrieron.
Pero, como en el documento en que instituyó la Regencia, decía nuestro Rey amadísimo, Don Alfonso Carlos, la auténtica Monarquía tradicional ha de ser legítima de origen y de ejercicio.
Es decir, que para ser Rey legítimo, además de tener derechos sucesorios fundados en nuestras leyes tradicionales, es necesario que el ejercicio de su altísimo cargo se ajuste a esas mismas leyes. Ejemplos tenemos en nuestra historia, que bien puedo llamar contemporánea, de un Rey a quien correspondiendo de derecho, por su ascendencia, la realeza, la perdió por haber aceptado principios y leyes liberales con olvido de toda la legislación nacional, y por haber reconocido a la dinastía usurpadora[3].
Por esta misma causa, jamás puede ser con derechos y en justicia Rey de España, quien pertenezca a la rama que usurpó el trono a la dinastía legítima (lo cual por sí sólo basta para quedar excluida) y que, además, aceptó los falsos, perturbadores y exóticos principios liberales y los implantó en el gobierno, entregándose a las veleidades de los partidos políticos, y labrando con su concurso la ruina de nuestra Patria y los males que lamentamos, los cuales muy en primer lugar a esa rama usurpadora y a su gestión desdichadísima son debidos.
No basta el título de Sangre, como si se tratara de la sucesión en el patrimonio económico, porque la Realeza es dada para el bien social y no para el personal provecho del Soberano. El título de la Sangre ha de estar subordinado al legítimo ejercicio de la soberanía y se convierte en gravísimo deber y tremenda responsabilidad ante Dios y ante el pueblo.
Gravísima responsabilidad que aparte de toda posibilidad de suceder y de ocupar el Trono de España a la rama dinástica causante de tantos males, de tanta deshonra y fugitiva del deber de defenderlo, al primer ataque de sus enemigos.
Constante preocupación del Rey Don Alfonso Carlos en la designación de sucesor legítimo a la Corona de España, fue la de que esta no recayera jamás en quien pertenezca a esa rama que no puede ostentar nunca la verdadera legitimidad.
Esta preocupación constante y esta voluntad decidida la manifestó en el documento en que instituyó la Regencia y en las cartas e instrucciones que dejó a S.A.R. el Príncipe y al Jefe Delegado suyo, todas las cuales conozco.
Bien sé que todos compartís este juicio y estos deseos, completamente ajustados a nuestras leyes y a la razón; y ciertamente que los torrentes de sangre derramada en las tres guerras anteriores y en la enconadísima que, por la misericordia de Dios, parece próxima a terminar con la victoria completa de los ejércitos españoles mandados por el Generalísimo, está clamando contra toda posibilidad de que pueda ser Rey de España un miembro de la dinastía que fue causa de todas las guerras, incluso de la actual, necesaria consecuencia de sus funestos errores y de sus desaciertos.
Con razón, si tal sucediese, cuantos han muerto por defender la causa bendita de la tradición, maldecirán desde sus tumbas a los que así malogran su sacrificio haciéndolo servir de pedestal a un descendiente de la dinastía que ellos combatieron.
Ni se diga que aceptará y hará suyos los principios y la doctrina tradicionalista, porque aguardará para hacer tales manifestaciones y para adscribirse a nuestra Santa Causa, a que se le ofrezca una corona. Cuando se ha vivido vinculado a una dinastía y a un régimen liberales quita al acto toda eficacia y todo valor y más es precio para adquirirla que profesión sincera de nuestros grandes ideales.
La época que se inicia en España es trascendental. Una guerra tan dura y heroica, como correspondía a la grandeza del fin y al infranqueable abismo que media entre la Religión, la Civilización, la gloria y el Honor nacionales y el bienestar social, de una parte y los sin dios y sin Patria, los autores de los crímenes más horrendos que conoció la Humanidad, los desalmados de toda moral y de todo ideal, de la otra.
Esta grandeza colosal ha sido servida y cumplida por el glorioso Ejército Español, por el noble pueblo español en armas, bajo la égida del Generalísimo y de sus esforzados Generales y Jefes, con la eficaz colaboración de milicias y de la ciudadanía en masa, con todos los concursos del saber, del valor, del sacrificio, del trabajo y de la sangre de la Patria misma.
Obra nacional ingente realizada sin rey, porque el que lo era legítimo, vivía proscrito por la dinastía liberal usurpadora del Poder y usufructuaría de sus provechos.
Miserable aspiración será la de aquellos que traten de hacer suceder en el Poder a tanta costa recuperado de las garras del marxismo por el Ejército y por la Nación misma, a cualquiera de aquellos que sobre haberlo ejercido sin derecho, lo arrastraron a una baja política de partidos y lo abandonaron en la hora crítica.
En la ocasión oportuna, que confiamos sea el mismo Generalísimo el primer vigilante observador en apreciarla, no es la restauración irreflexiva e imprudente de un Rey lo necesario. Tras conmoción tan honda, importa mucho fijar las bases, establecer instituciones fundamentales de la monarquía y saber determinar bien el Príncipe digno de recoger tanta gloria, capacitado para la ardua empresa y merecedor de la confianza de este nobilísimo y heroico pueblo.
Una institución monárquica, tradicional en nuestro derecho, causa de tantas glorias, engarce precioso entre las dinastías, la Regencia, es la única que puede fundar la monarquía sobre cimientos inconmovibles y determinar autorizadamente quien será el Príncipe indicado, por Derecho Patrio y por la conveniencia nacional.
El Rey procediendo con grandísimo acierto e inspirándose en nuestras antiguas leyes y en las enseñanzas de nuestra historia, había instituido Regente, el día 23 de enero de 1936, a nuestro muy querido sobrino, el Príncipe Don Francisco Javier de Borbón Parma, en quien tenía plenísima confianza por representar enteramente nuestros principios, por su piedad cristiana y por sus sentimientos del Honor, sin que esta Regencia le privase de su eventual derecho a la Corona.
Aceptó el Príncipe la Regencia con el solemne y público juramento, que también con toda solemnidad renovó ante el cadáver de nuestro amadísimo Rey, de ser el depositario de la tradición legitimista española y como abanderado hasta que la sucesión queda regularmente establecida.
Todos vosotros y yo, podemos tener, como tenía el Rey, confianza plenísima en nuestro Regente, por las altas dotes que en él concurren y por su fervorísima adhesión a la Causa legitimista; y estamos ciertos de que ha de llevar a cumplido término su misión, tal como lo hubiera hecho el mismo Rey Alfonso Carlos, según prometió en su emocionante y conmovedor juramento.
Por eso fue prudentísima y sobre toa ponderación acertada la determinación del Rey al instituirla y la designación para ella del Príncipe Don Javier de Borbón Parma, el cual puede ejercerla por sí solo con pleno derecho y todas las facultades propias de su elevado cargo, o bien, como paso para la designación del Rey legítimo, puede asociar a ella a un número limitado de personas (tres o cinco fijan las leyes de Partida) que sean expresión de todo el pensamiento nacional, de todos los elementos fundamentales de la Patria: la Iglesia, el Ejército y quienes representan las aspiraciones y los anhelos iniciadores y propulsores de la gran Cruzada que ha librado a España y al mundo de los modernos bárbaros.
Esta maravillosa institución de la Regencia, no es misión de partidos, ni interés de persona alguna, ni siquiera de una familia en tanto no redunden en bien de la Nación misma, a esta, a todos los españoles importa gravemente y a su mejor servicio ha de orientarse.
A todos los españoles, por tanto, me dirijo, y en cuanto está de mi parte ruego, pido y exhorto a que con nosotros coadyuvéis en esta magna empresa, deponiendo prejuicios y recelos y apartando injustificadas prevenciones.
Todo debe sacrificarse ante el bien de la Patria, para cuya verdadera restauración y grandeza no hay más camino, ni más ideales genuinamente españoles, ni más principios y normas y régimen de gobierno acertados, que los que proclamamos conforme la experiencia y han sellado y confirmado con su sangre los valientes Requetés y cuantos con ellos han luchado y luchan en esta guerra de verdadera reconquista de las puras esencias de la España inmortal.
Sólo esos principios harán fecunda la sangre de mártires y de héroes tan generosamente derramada; y no serán estériles los sacrificios que con gusto han hecho todos los españoles, sin distinción de clases, en aras de su amor a la Patria.
Tantos y tan generosos esfuerzos quedarían malogrados si de esta lucha surgiera una España plasmada en los moldes, a nosotros extraños, de un estatismo centralizador y absorbente, con mengua de las legítimas libertades; o contaminados de sistemas y procedimientos análogos o parecidos a los que durante más de un siglo hemos padecido.
No. No será así, porque el valor, la pericia, la abnegación y el patriotismo de todos son prenda de su acierto en cimentar la paz sobre bases inconmovibles, de raigambre española.
La Providencia amantísima de Dios, que ha guiado sabiamente la guerra, tiene que ser –seguros podemos estar- la que remate la gesta con el triunfo de la Causa que siempre le confesó, la que guardó religiosamente estas esencias y selló tantas veces con sangre estas verdades, regio remate de la Cruzada gloriosa, de la grandeza de España y de promesas del Sagrado Corazón de Jesús.
A su gloria y alabanza diré, como tantas veces habéis gritado, mis queridos carlistas en el fragor de los combates.
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España! ¡Viva el Rey!
Notas
[1]Archivo Fal Conde (B=IV=3). Correspondencia DAC 8.
[2]Carta de doña María de las Nieves de Braganza a don Manuel Fal Conde, Viena a 4 de noviembre de 1936. (Archivo Fal Conde. Correspondencia. DAC 8).
[3]Se refiere a don Juan de Borbón y de Braganza, padre de Carlos VII.
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